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La memoria de las montañas. Por: Juan Gilberto Villegas

Posted by Aire Inmobiliaria Administrador on 12/15/2024
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Montarse a un Willys es una aventura. Esos carros son como las montañas, aguantan todo. Los he visto cargados hasta donde no se debe y con gallinas amarradas en cajas. Hay algo de vida en esas maquinas que no lo puede explicar la mecánica automotriz.

Hace poco subí en Willys por un camino en vía de extinción, tan mala estaba la carretera que el motor más que rugir parecía quejarse. Me dijeron que antes era la vía principal para sacar el café. Ahora está llena de maleza y medio se nota por dónde pasaban las mulas. A un lado había una casa vieja de arquitectura colonial con el tejado roto. Esa escena me hizo pensar en mis ancestros que probablemente vinieron desde Sonsón con poco más que un machete, unas semillas y el miedo que seguramente no le confesaron a nadie. Ellos vinieron porque creían que estas montañas eran promesa, una promesa que no estoy seguro si se cumplió del todo, lo cierto es que junto con muchos otros, hicieron caminos, fundaron pueblos y hasta levantaron una cultura, que a pesar de su valor histórico, también dejó muy hondas cicatrices en los pueblos y en la tierra.

Los llamados colonos, no solo transformaron el entorno sino que dejaron una huella que todavía perdura en la forma de construir, de trabajar, de ver el mundo y hasta de hablar. Este proceso de transformación es también una historia de confrontación, que por cierto, creo que no ha terminado de resolverse, marcada por una lucha por el espacio y la tierra, cuyas heridas todavía persisten en nuestra sociedad. Aún así, es muy inspirador entender que lo que se conoce como Paisaje Cultural Cafetero Colombiano, comenzó como un intento de supervivencia de quienes no tenían muchas más opciones que emigrar al sur de Antioquia buscando un mejor futuro, porque según cuentan, los colonos eran miembros de familias pobres que venían con lo justo, sin embargo, traían algo más valioso que el equipaje, una idea de futuro que aunque ambigua, los impulsaba a salir adelante.

Esa forma de vida, que conocemos hoy como identidad montañera, es lo que mantiene a estas montañas habitadas y productivas, y sigue siendo el alma y el corazón que mantiene vivo el Paisaje Cultural Cafetero Colombiano pese a los desafíos que amenazan con dar por terminado su ciclo.

Aunque el reconocimiento del Paisaje Cultural Cafetero es reciente, lo que celebra tiene raíces muy profundas que yo resumiría en siglos de trabajo, esfuerzo, confrontación, adaptación y convivencia con las montañas. Si bien es cierto que este patrimonio cultural todavía se vive en cada una de las veredas de lo que hoy se conoce como el Eje Cafetero, es innegable que poco a poco se va desdibujando: donde antes había cafetales, ahora hay potreros, plátano, cacao o modernas construcciones.

En los últimos años estas montañas han cambiado, pareciera que mucho más rápido de lo normal. Hay días en que mirando alrededor, cuesta reconocer lo que antes era familiar. Ademas los jóvenes no quieren quedarse porque las ciudades prometen más, aunque nunca supe si esas promesas también se cumplen. Las casas de bahareque, esas de colores vivos y balcones amplios, están quedando vacías o cayéndose. Parece que estuviéramos al borde de un cambio irreversible.

Claramente, mantener vivo este paisaje va mas allá del cultivo de café. Está en los Willys que aún recorren las trochas cargados de lo que produce la tierra y de familias enteras, está en los mercados campesinos donde todavía pueden vender los productores locales, está en los viejos que cuentan historias de la bonanza cafetera, de aquel tiempo donde el café era un símbolo de identidad de todos los colombianos.

También está en los esfuerzos institucionales. Desde que la UNESCO declaró el Paisaje Cultural Cafetero como patrimonio de la humanidad en 2011, se han creado programas para protegerlo, sin embargo, la globalización y la presión de modelos económicos que priorizan el crecimiento y la rentabilidad parecen estar ganando esa carrera, porque lo que se percibe es que el progreso con su enfoque en la urbanización y la producción intensiva está desdibujando el paisaje y las practicas tradicionales que han definido este territorio.

A pesar de todo hay quienes siguen. Conozco familias caficultoras que todavía hablan con orgullo de sus historias y de cómo están enseñando a las nuevas generaciones a valorar lo que tienen. También he visto jóvenes que están transformando lo que antes era solo trabajo en algo más: turismo, café especial, cultura. No sé si será suficiente, pero es algo.

Si el paisaje sigue vivo, es por la gente que no suelta. No es solo por amor, sino porque saben que dejarlo ir sería perder algo más grande que la tierra.

Cuando camino por estas montañas, siento que todavía hay cosas que no se han contado. Los caminos, los cafetales, las casas… Todo parece guardar historias que nadie tuvo tiempo de escribir. De pronto por eso olvidamos con tanta facilidad. Quizas por eso, mas que una nostalgia, es un llamado a reconocer las heridas y las historias no resultas, aquellas que aveces no queremos ver pero que son parte del paisaje que estamos perdiendo.

Mientras tanto sigo andareguiando por estos caminos, poniendo un granito de arena donde veo la oportunidad de hacerlo, sobre todo cuando se trata de crear consciencia sobre el valor de preservar nuestra cultura e identidad, porque esa identidad es también un recordatorio de nuestras deudas con esas voces que han sido silenciadas. Cada paisaje me devuelve a un tiempo que no viví pero que siento mio, y aunque la nostalgia pesa, también me recuerda que hay belleza en la resistencia y en el esfuerzo de quienes se niegan a dejar que este paisaje se convierta en un recuerdo.

Juan Gilberto Villegas Castaño

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