La memoria también se elige. Por: Juan Gilberto Villegas
Fotografiar patrimonio no es un acto neutro. Me di cuenta de eso revisando algunas de las fotos para un libro en el que estoy trabajando, muchas de esas imágenes eran bellas, pero al elegirlas estaba al mismo tiempo definiendo qué historia merecía seguir viva. Claramente no se trataba solo de un asunto estético, sino de fijar un límite. Ahí entendí algo que parece ser obvio pero no lo es: casi ningún acto es neutro. Cada decisión por mínima que parezca mueve la memoria en una dirección u otra.
Con el tiempo he ido entendiendo que esa lógica no se queda solo en la fotografía. Decisiones que parecen administrativas (por ejemplo un contrato de urbanismo, una línea de patrocinio, una convocatoria cultural o turística) funcionan también como filtros de memoria que priorizan ciertos escenarios y silencian otros. De modo que un río puede estar protegido en el papel y aun así perder su lugar en el relato si las inversiones se quedan en la imagen y no en la práctica que la mantiene viva. Y no es que alguien lo decida a propósito (o al menos eso quiero pensar) es la forma en que funcionan los incentivos, los plazos y las urgencias que terminan moldeando qué queda visible.
Hace unos días volví a pensar en eso mientras conversaba con Don Emilio, un caficultor que lleva décadas trabajando la misma ladera de Balboa, Risaralda. Entre los cafetales, mientras recolectaba el grano me dijo una frase sencilla “el café no se puede dejar acabar”. Esa frase decía mucho. Era como una forma de mantener en pie lo que sostiene el paisaje. Su manera de trabajar, de insistir, de seguir enseñando a sus hijos, es también una decisión que orienta la memoria. A veces la ruralidad deja esas cosas más claras, ya que hay oficios que existen porque alguien decide continuarlos, y esa continuidad también es un límite.
No quiero simplificar, la decisión de seguir cultivando café no siempre nace de una pureza identitaria. Las instituciones hacen lo suyo. La Federación Nacional de Cafeteros que en casi un siglo ha organizado asistencia técnica y acceso a mercados para millones de pequeños productores, ha tejido las reglas del juego y con ellas, los incentivos que muchas veces definen prácticas y decisiones familiares. Simultáneamente, investigaciones y debates muestran que esas mismas instituciones, por su forma de estandarizar producto, promover ciertos programas y organizar la cadena de valor, han acotado opciones y favorecido trayectorias productivas concretas, por eso no es raro que lo que parece una “decisión personal” esté en buena medida atravesada por una institucionalidad y por la propia economía. En otras palabras, es evidente que también hay que mirar hacia las políticas y los mercados que condicionan la continuidad.
Lo cierto es que esa complejidad no nos exime de responsabilidad ética. Si las instituciones y los incentivos influyen en lo que perdura, nuestras prácticas (por ejemplo desde la fotografía hasta la política pública) deben tomar en cuenta esa estructura y al menos intentar documentar con rigor y cuidar que la visibilidad no se convierta en único criterio de valoración. No se trata de señalar a quien permanece sino de admitir que cada permanencia está sostenida por algo más grande. Y si queremos proteger saberes y oficios, debemos actuar tanto sobre las imágenes como sobre las reglas que hacen posible (o imposible) que esos oficios se mantengan.
Ciertamente, saber que no hay neutralidad obliga a asumir el oficio con más responsabilidad. Al entender que cada elección inclina la memoria, también aparece la necesidad de pequeños gestos que la devuelvan a su lugar. No es para ser “puros” (ni falta hace) sino para entender que trabajar con patrimonio es entrar en una conversación donde todo lo que hacemos deja huella, incluso cuando no lo vemos.
